Una herida difícil de sanar.
Las causas de la denominada Guerra del Atlántico Sur en 1982
están enmarcadas por un claro aprovechamiento político de los bandos que se
enfrentaron. Para Inglaterra, el conflicto sirvió para apaciguar el descontento
social contra la figura de Margaret
Thatcher, mientras que para la cúpula militar instalada en el gobierno
argentino desde 1976, la ocupación de las Islas Malvinas serviría para
devolverle el poder que fue perdiendo poco a poco.
Dentro del contexto político argentino, el presidente
Leopoldo Galtieri planeó la ocupación de las islas cuando recién había asumido
en sus cargos, para intentar calmar los ánimos de un pueblo que había empezado
a revelarse contra la autoridad militar. Un claro ejemplo, fueron las primeras
movilizaciones en la Ciudad de Buenos
Aires de trabajadores y sindicatos que fueron duramente reprimidas.
Pese a los numerosos intentos a lo largo de la historia de
reivindicar la soberanía argentina sobre el archipiélago del Atlántico Sur, desde
los gobiernos británicos siempre se buscó truncar los diálogos diplomáticos a
pesar del apoyo de la ONU para con los reclamos argentinos. La excusa justa
para que la junta militar mostrara su mejor carta: la unión nacional sobre un
objetivo simbólico, la reconquista de las islas.
Si bien parecía estar
dada por hecho la supremacía armamentista del Reino Unido, para el gobierno
argentino la ocupación de las Malvinas no era una idea descabellada, dado que
Inglaterra presentaba un pésimo presupuesto militar y se había establecido una
aceptable relación con EE.UU y las principales potencias europeas.
Luego de comenzada la invasión argentina el 2 de abril al
Puerto Stanley, del otro lado del Atlántico, según lo afirma el historiador
francés Pierre Razoux en su texto “La guerra de las Malvinas”, desde el
Ministerio de Defensa catalogaron de “casi imposible” una expedición militar a
15 mil km de distancia y que un “desastroso fracaso” pondría en jaque el
prestigio del imperio y a la figura de Margaret Thatcher.
Sin hacerle caso a
las recomendaciones del Ministerio, la primer ministro aprovechó la ocupación
de las islas para poner a Gran Bretaña devuelta en su lugar de potencia
mundial, impulsar la industria armamentista y tratar de controlar los reclamos
de la oposición y del pueblo. Con el repudio de la ONU ante el ataque de los
argentinos, Thatcher “en legítima defensa” comenzó a preparar el contrataque.
El conflicto armado
duraría dos meses y medio hasta el 14 de junio de 1982 cuando el general
argentino Menéndez firmó la rendición y, según las estadísticas oficiales, el
saldo de muertos fue de 746 argentinos y 265 británicos. A pesar de obtener la
victoria, Thatcher fue duramente criticada hasta finalizar su mandato por sus
políticas neoliberales y para el gobierno argentino comenzaría un largo período
de mentiras para salvar la reputación de la junta militar: el “proceso de
desmalvinización”.
Este proceso consistió en desmerecer el accionar de los
soldados argentinos, culpándolos por el resultado de la guerra, despojándolos
de su heroísmo y obligándolos a un profundo silencio, con el objetivo de
restablecer las relaciones con las potencias, incluso Inglaterra. Con el correr
de los años, los veteranos de Malvinas lograron obtener ayuda del Estado y
pudieron contar los horrores que vivieron.
En palabras de Fernando Cangiano, veterano de guerra y
actual profesor de la UBA, el “soldado fue arrojado a una zona de invisibilidad
social en tanto sujeto con identidad propia y con un mensaje para transmitir”
pero que, en paralelo, este ocultamiento “constituyó un poderoso impulso para
la formación de las primeras organizaciones de ex combatientes”. Luego de 32
años de la dolorosa guerra, una pertinente pregunta busca una respuesta,
¿Tienen los héroes de Malvinas el reconocimiento social que se merecen?