jueves, 26 de junio de 2014

Política, guerra y héroes.

Una herida difícil de sanar.


Las causas de la denominada Guerra del Atlántico Sur en 1982 están enmarcadas por un claro aprovechamiento político de los bandos que se enfrentaron. Para Inglaterra, el conflicto sirvió para apaciguar el descontento social  contra la figura de Margaret Thatcher, mientras que para la cúpula militar instalada en el gobierno argentino desde 1976, la ocupación de las Islas Malvinas serviría para devolverle el poder que fue perdiendo poco a poco.

Dentro del contexto político argentino, el presidente Leopoldo Galtieri planeó la ocupación de las islas cuando recién había asumido en sus cargos, para intentar calmar los ánimos de un pueblo que había empezado a revelarse contra la autoridad militar. Un claro ejemplo, fueron las primeras movilizaciones  en la Ciudad de Buenos Aires de trabajadores y sindicatos que fueron duramente reprimidas.

Pese a los numerosos intentos a lo largo de la historia de reivindicar la soberanía argentina sobre el archipiélago del Atlántico Sur, desde los gobiernos británicos siempre se buscó truncar los diálogos diplomáticos a pesar del apoyo de la ONU para con los reclamos argentinos. La excusa justa para que la junta militar mostrara su mejor carta: la unión nacional sobre un objetivo simbólico, la reconquista de las islas.

 Si bien parecía estar dada por hecho la supremacía armamentista del Reino Unido, para el gobierno argentino la ocupación de las Malvinas no era una idea descabellada, dado que Inglaterra presentaba un pésimo presupuesto militar y se había establecido una aceptable relación con EE.UU y las principales potencias europeas.

Luego de comenzada la invasión argentina el 2 de abril al Puerto Stanley, del otro lado del Atlántico, según lo afirma el historiador francés Pierre Razoux en su texto “La guerra de las Malvinas”, desde el Ministerio de Defensa catalogaron de “casi imposible” una expedición militar a 15 mil km de distancia y que un “desastroso fracaso” pondría en jaque el prestigio del imperio y a la figura de Margaret Thatcher.

 Sin hacerle caso a las recomendaciones del Ministerio, la primer ministro aprovechó la ocupación de las islas para poner a Gran Bretaña devuelta en su lugar de potencia mundial, impulsar la industria armamentista y tratar de controlar los reclamos de la oposición y del pueblo. Con el repudio de la ONU ante el ataque de los argentinos, Thatcher “en legítima defensa” comenzó a preparar el contrataque.

 El conflicto armado duraría dos meses y medio hasta el 14 de junio de 1982 cuando el general argentino Menéndez firmó la rendición y, según las estadísticas oficiales, el saldo de muertos fue de 746 argentinos y 265 británicos. A pesar de obtener la victoria, Thatcher fue duramente criticada hasta finalizar su mandato por sus políticas neoliberales y para el gobierno argentino comenzaría un largo período de mentiras para salvar la reputación de la junta militar: el “proceso de desmalvinización”.

Este proceso consistió en desmerecer el accionar de los soldados argentinos, culpándolos por el resultado de la guerra, despojándolos de su heroísmo y obligándolos a un profundo silencio, con el objetivo de restablecer las relaciones con las potencias, incluso Inglaterra. Con el correr de los años, los veteranos de Malvinas lograron obtener ayuda del Estado y pudieron contar los horrores que vivieron.


En palabras de Fernando Cangiano, veterano de guerra y actual profesor de la UBA, el “soldado fue arrojado a una zona de invisibilidad social en tanto sujeto con identidad propia y con un mensaje para transmitir” pero que, en paralelo, este ocultamiento “constituyó un poderoso impulso para la formación de las primeras organizaciones de ex combatientes”. Luego de 32 años de la dolorosa guerra, una pertinente pregunta busca una respuesta, ¿Tienen los héroes de Malvinas el reconocimiento social que se merecen?



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